Con la proximidad del V Centenario del Descubrimiento de América, se hace más dramática y perentoria la necesidad de definir y conocer ese gran hecho en toda su dimensión. Nada hay allí que no sea tema de polémica, desde el nombre hasta el pasado, desde el presente hasta el porvenir. Hay quienes protestan por el nombre mismo de Descubrimiento. ¿Quién descubre a quién? ¿Qué llegan a descubrir mutuamente en mutuas deformaciones? Para los europeos del siglo XVI, no podía haber otra denominación más cabal que la de Descubrimiento. Habían hallado un inmenso continente que, sorprendentemente, había permanecido desconocido para ellos hasta entonces. Esa novedad no pudo durar mucho porque de inmediato comenzó a formarse un hecho humano nuevo y distinto que, más que la continuidad de lo que había existido antes en las dos riberas del océano, era el confuso surgimiento de una nueva situación humana. Se ha pretendido hablar más bien del encuentro. Efectivamente, ocurrió un inesperado encuentro entre dos civilizaciones, entre dos concepciones del hombre, entre dos mundos geográficos, social y culturalmente diferentes. Pero ese encuentro agotó, igualmente, muy pronto, su novedad; para que surgiera una situación distinta a la que originalmente habían tenido los dos protagonistas fundamentales del hecho. O mejor dicho, los tres, porque a los indios y los españoles vinieron muy pronto a sumarse los africanos. Lo que comenzó a formarse en esa situación, desde el primer momento, fue un crisol, una mezcla y combinación de mentalidades y usos, una mezcolanza cultural, lo que, con más propiedad, podemos llamar un proceso muy vasto y variado de mestizaje cultural, que determinaba una nueva situación del hombre.
Comprender y explicar ese hecho no ha sido fácil. Se habla de un Nuevo Mundo porque para los europeos había sido desconocido, pero ha tomado mucho tiempo percatarse que era en realidad un Nuevo Mundo porque en él se estaba produciendo una nueva situación cultural del hombre, con inmensos riesgos e inmensas posibilidades. Estaban equivocados quienes creyeron que estaban plantando Nuevas Españas, Nuevas Castillas o Nuevas Andalucías, como estuvieron inevitablemente equivocados los que pretendían alguna forma de regreso a las tradiciones indígenas o africanas. Lo que se estaba formando era, en realidad, un Nuevo Mundo porque iba, y no podía serlo de otro modo, a representar un hecho distinto al de los otros mundos conocidos, sin excluir al que representaban los colonizadores europeos.
Ese hecho no ocurre sino. en lo que hoy llamamos la América Latina, Hispanoamérica o Iberoamérica. El caso en las tierras colonizadas por los ingleses fue distinto. Hubo traslado completo de una cultura a un nuevo escenario, con muy poco o ningún mestizaje con las culturas indígenas. En este sentido, fueron más bien nueva etapa o un nuevo escenario de una situación europea. Sólo en la América Latina se produjo un Nuevo Mundo, porque los grandes centros de civilización indígena se hicieron cristianos en un peculiar proceso de sincretismo creador y porque las instituciones españolas se transformaron y adquirieron otro sentido y otro contenido ante el hecho de la nueva sociedad. El monumento de las Leyes de Indias es el mejor testimonio de esa transformación.
Esa misma condición es la que ha hecho tan peculiar y tan difícil de asimilar patrones europeos a la compleja realidad cultural de ese verdadero Nuevo Mundo. Los historiadores, los sociólogos, los divulgadores de ideologías, han dado explicaciones que siempre han resultado parciales y deformantes. Podría hacerse el increíble catálogo de todo lo que se ha dicho y creído del Nuevo Mundo desde Colón hasta hoy, y nos encontraríamos con un inagotable juego de deformaciones de todo género. Fueron imágenes de visionarios que se proyectaron sobre una realidad mal conocida o negada para hacerla todavía más difícil de conocer. Habría que anotar allí la lista de esas visiones sucesivas existentes, contrarias o mezcladas, que han pretendido ser la imagen de la América Hispana. Desde el Paraíso Terrenal y la Edad de Oro, desde el reino de las amazonas y el del Dorado, hasta el escenario para ensayar las utopías de los últimos cuatro siglos.
Tratar de identificar esas visiones y de buscar debajo de ellas una realidad elusiva, que todavía no logramos alcanzar, es lo que me he propuesto en un hbro reciente: Godos, insurgentes y visionarios, que no es otra cosa que una corta invitación a reflexionar sobre el complejo hecho americano y sobre la naturaleza del Nuevo Mundo en la víspera misma del V Centenario de su nacimiento mundo que hoy dominan anglosajones, eslavos y asiáticos, depende de la forma en que entendamos ese gran hecho y lo hagamos la base de nuestra acción.
(Marzo 1986)