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Fernando Lázaro Carreter. “Penalties”


Hay dos maneras seguras de llamar la atención: haciendo las cosas mejor que el común, o realizándolas de modo extravagante. No hay duda de que esta última es más fácil. Se admira a Gaudí, pero no se olvida al arquitecto que te mete un rascacielos en el ojo cuando contemplas un paisaje donde no debía estar.

En cualquier caso, no carece de mérito el inventor de una rareza. Ya no lo tienen sus secuaces. Bien conocida es la sentencia que otorga al dictado de poeta al primero que comparó con una rosa a su amada, y el de imbécil al segundo.

No resultan hondas estas reflexiones sino de arroyuelo; pero son las únicas que me autoriza el estío, que hace de Madrid caldera. Aún se me ocurre otra: ¿no es inmensa la grey de los que, si oyen “flor” repiten “flor”? Y eso se mire adonde se mire. Por ejemplo, a las retransmisiones deportivas de los audiovisuales. (Doy una pista para sospechar que ando todavía bajo los influjos idiomáticos del Mundial).

Verán: hace años, a un ansioso de notoriedad se le ocurrió ponerse un penacho idomático de fabricación yanqui: renunció a la útil y sensata distinción hispana entre entrenar (oficio del entrenador) y entrenarse (práctica diaria del equipo o del deportista, que son entrenados), y, conforme al to train inglés, hizo que  entrenar significara ambas cosas. ¿Dónde ocurrió la reducción anglicista? Tal vez en la América hispana; pero, dado el prestigio de los locutores ultramarinos (¡gooooool! ¡gol, gol, gol, gol…!, ¡gooooo_l!), la novedad prendió en el solar del idioma con la pujanza del jaramago en las ruinas de un castillo. Llegó pronto otra ablación del enclítico en calentar, “hacer ejercicios, antes de incorporarse al juego, para entrar en calor”. Fue precedida tal mutilación de una fase en que los deportistas hacían “ejercicios de precalentamiento’; los cuales acabaron siendo “de calentamiento” a secas. Se forjó, por fin, el intransitivo calentar (¿qué es lo que calientan), evitando calentarse, que el sentido común castellano exige (y el francés: “s’échauffer”.), y adoptando servilmente el modelo inglés to warm up. Quizá sugiere calentarse prácticas poco higiénicas, pero no tanto que justifiquen tan cruenta amputación.

La última castración del – se que he observado en el lenguaje deportivo, la ha sufrido clasificarse. Los nuncios y paraninfos mundialistas tras las primeras victorias de nuestros orlandos (a lo furioso aludo), empezaron a especular (porque ellos también especulan, en vez de conjeturar o hacer cábalas) acerca de las grandes posibilidades del equipo español para clasificar. Y, claro, no pudo, pues en el – se reside la esencia, presencia y potencia de la acción de clasificarse. Inmensa responsabilidad la de estos capadores de vocablos.

¿Qué es lo que permite tan instantáneos y extensos contagios? Porque cualquier disparate se propaga con la velocidad de la luz. ¿Cuánta es la fuerza que mueve a tantos -y no sólo en los medios deportivos- a proclamarse grey? He aquí otra mínima y significativa muestra: era normal hasta hace poco aludir al tiempo reglamentario“. Alguien discurrió que sería novedoso decir que faltaban tantos o cuantos minutos para acabar el “tiempo reglamentado“. Parecía más personal, e igualmente correcto (aunque esto último, tal vez no le importara tanto). Pues bien, desde hace poco, tiempo reglamentario ha sido evacuado del léxico de los deportes, y solo como excepción puede oírse. El tiempo es ahora, casi todo el, reglamentado. Lo cual no constituye infracción, sino prueba de una desoladora vocación orfeonista. Cuanto más rebelde el pelo, más uniforme el seso.

Sin embargo, nada alcanza el efecto extasiante de otra innovación, que prodigan por igual prensa y altavoces: el plural penalties. Por desgracia, lo hemos oído y lo hemos leído muchas veces, porque han sido, en numerosos encuentros, recurso necesario para hacerles parir un ganador: ese sistema, en efecto, tiene bastante de cesárea. Produce, por cierto, grandiosa emoción. Acompaña al penalti el romántico patetismo del duelo, con sus pasos contados, armas a punto, y dos hombres tensos -dos sistemas nerviosos hechos cuerdas de violín-aguardando la señal del disparo. Las masas modernas añaden al momento el silencio de miles de gargantas, acongojadas por si uno mete o el otro para. Quien va a tirar, seguro que siente achicada 1a portería, reducida a la anchura de una rendija; al que la guarda, debe de convertírsele en plaza mayor, más aún, en pampa. Y de pronto… Bueno, de pronto, España a España, porque falló.

El caso es que eso, fallar, les ha ocurrido a otros equipos, y que los cronistas han tenido que andar, un día tras otro, con los penaltis en boca o pluma. Pero no: lo que muchos han dicho o estampado es penalties. Obviamente, penalty es voz inglesa, cuya adopción por varias lenguas, la nuestra entre ellas, ha sido fácil aunque combatida por algunos. En 1961, la Unión Sindical francesa de periodistas deportivos, propuso sustituirla por pénalité, y recomendó como variante opcional onze metres (“el árbitro ordena un once metros“), calco del alemán elf meter; pero la gente allí ha seguido diciendo penalty, pronunciado, claro es, a la francesa, y formando también a la francesa el plural penaltys (frente a los penalties del inglés).

También en español se intentó en vano emplear penal, para designar el temible castigo. Porque el público, dueño absoluto del idioma, lo que reclama es penalti con fonética hispana; y gusta de verlo escrito con la i latina final. Lo cual implica que siempre se haya dicho y escrito penaltis. La palabra no figura aún en el Diccionario académico, pero cabe repetir la profecía de Unamuno ante otra voz ausente: “Ya entrará”. Lo probable es que se adopte con la forma penalti. Y lo seguro, que su plural no será penalties, lo cual sería aborto en castellano, donde, los niños lo saben, se añade s (y no es) a las palabras llanas acabadas en vocal. A nadie se le ocurre decir confeties, zurriburries, smmmes o curszes.

Salvo a los cursis, que pululan, ululan y se emulan en el esfuerzo por derruir el idioma que mamaron.

(Julio 1986)