Aquella noche, la primera del bloqueo, había en Cuba unos 482.560 automóviles, 143.300 refrigeradores, 549.700 receptores de radio, 303.500 televisores, 352.900 planchas eléctricas, 286.400 ventiladores, 41.800 lavadoras automáticas, 3.510.000 relojes pulsera, 63 locomotoras y 12 barcos mercantes. Todo eso, salvo los relojes de pulso que eran suizos, habían sido hechos en los Estados Unidos.
Al parecer, había de pasar un cierto tiempo antes de que la mayoría de los cubanos se dieran cuenta de lo que significaban en su vida aquellos números mortales. Desde el punto de vista de la producción, Cuba se encontró de pronto con que no era un país distinto sino una península comercial de los Estados Unidos. Además de que la industria del azúcar y el tabaco dependían por completo de los consorcios yanquis, todo lo que se consumía en la isla era fabricado por los Estados Unidos, ya fuera en su propio territorio o en el territorio mismo de Cuba. La Habana y dos o tres ciudades más del interior daban la impresión de la felicidad de la abundancia, pero en realidad no había nada que no fuera ajeno, desde los cepillos de dientes hasta los hoteles de 20 pisos de vidrio del Malecón. Cuba importaba de los Estados Unidos casi 30.000 artículos útiles e inútiles para la vida cotidiana. Inclusive los mejores clientes de aquel mercado de ilusiones eran los mismos turistas que llegaban en el ferry boat de West Palm Beach y por el Sea Train de Nueva Orleans, pues también ellos preferían comprar sin impuestos los artículos importados de su propia tierra. Las papayas criollas, que fueron descubiertas en Cuba por Cristóbal Colón desde su primer viaje, se vendían en las tiendas refrigeradas con la etiqueta amarilla de los cultivadores de las Bahamas. Los huevos artificiales que las amas de casa despreciaban por su yema lánguida y su sabor de farmacia tenían impreso en la cáscara el sello de fábrica de los granjeros de Carolina del Norte, pero algunos bodegueros avispados los lavaban con disolvente y los embadurnaban de caca de gallina para venderlos más caros como si fueran criollos.
No había un sector del consumo que no fuera dependiente de los Estados Unidos. Las pocas fábricas de artículos fáciles que habían sido instaladas en Cuba para servirse de la mano de obra barata estaban montadas con maquinaria de segunda mano que ya había pasado de moda en su país de origen. Los técnicos mejor calificados eran norteamericanos y la mayoría de los escasos técnicos cubanos cedieron a las ofertas luminosas de sus patrones extranjeros y se fueron con ellos para los Estados Unidos. Tampoco había depósitos de repuestos, pues la industria ilusoria de Cuba reposaba sobre la base de que sus repuestos estaban sólo a 90 millas, y bastaba con una llamada telefónica para que la pieza más difícil llegara en el próximo avión sin gravámenes ni demoras de aduana.
A pesar de semejante estado de dependencia, los habitantes de las ciudades continuaban gastando sin medida cuando ya el bloqueo era una realidad brutal. Inclusive muchos cubanos que estaban dispuestos a morir por la revolución, y algunos sin duda que de veras murieron por ella, seguían consumiendo con un alborozo infantil. Más aún: las primeras medidas de la revolución habían aumentado de inmediato el poder de compra de las clases más pobres, y éstas no tenían entonces otra noción de la felicidad que el placer simple de consumir. Muchos sueños aplazados durante media vida y aún durante vidas enteras se realizaban de pronto. Sólo que las cosas que se agotaban en el mercado no eran repuestas de inmediato, y algunas no serían repuestas en muchos años, de modo que los almacenes deslumbrantes del mes anterior se quedaban sin remedio en los puros huesos.
Cuba fue por aquellos años iniciales el reino de la improvisación y el desorden. A falta de una nueva moral, – que aún habrá de tardar mucho tiempo para formarse en la conciencia de la población – el machismo del Caribe había encontrado una razón de ser en aquel estado general de emergencia.
El sentimiento nacional estaba tan alborotado con aquel ventarrón incontenible de novedad y autonomía, y al mismo tiempo las amenazas de la reacción herida eran tan verdaderas e inminentes, que mucha gente confundía una cosa con la otra y parecía pensar que hasta la escasez de leche podía resolverse a tiros. La impresión de pachanga fenomenal que suscitaba la Cuba de aquella época entre los visitantes extranjeros tenía un fundamento verídico en la realidad y en el espíritu de los cubanos, pero era una embriaguez inocente al borde del desastre. En efecto, yo había regresado a La Habana por segunda vez a principios de 1961 en mi condición de corresponsal errátil de Prensa Latina, y lo primero que me llamó la atención fue que el aspecto visible del país había cambiado muy poco, pero que en cambio la tensión social empezaba a ser insostenible. Había volado desde Santiago hasta La Habana en una espléndida tarde de marzo, observando por la ventanilla los campos milagrosos de aquella patria sin ríos, las aldeas polvorientas, las ensenadas ocultas, y a todo lo largo del trayecto había percibido señales de guerra. Grandes cruces rojas dentro de círculos blancos habían sido pintadas en los techos de los hospitales para ponerlos a salvo de bombardeos previsibles. También en las escuelas, los templos y los asilos de ancianos se habían puesto señales similares. En los aeropuertos civiles de Santiago y Camagüey había cañones antiaéreos de la Segunda Guerra Mundial disimulados con lonas de camiones de carga, y las costas estaban patrulladas por lanchas rápidas que habían sido de recreo y entonces estaban destinadas a impedir desembarcos.
Por todas partes se veían estragos de sabotajes recientes: cañaverales calcinados con bombas incendiarias por aviones mandados desde Miami, ruinas de fábricas dinamitadas por la resistencia interna, campamentos militares improvisados en zonas difíciles donde empezaban a operar con armamentos modernos y excelentes recursos logísticos los primeros grupos hostiles a la revolución. En el aeropuerto de La Habana, donde era evidente que se hacían esfuerzos para que no se notara el ambiente de guerra, había un letrero gigantesco de un extremo al otro de la comisa principal del edificio: Cuba, territorio libre de América. En lugar de los soldados barbudos de antes, la vigilancia estaba a cargo de milicianos muy jóvenes con uniforme verde olivo, entre ellos algunas mujeres, y sus armas eran todavía las de los viejos arsenales de la dictadura. Hasta entonces no había otras. El primer armamento moderno que logró comprar la Revolución a pesar de las presiones contrarias de los Estados Unidos había llegado de Bélgica el 4 de marzo anterior a bordo del barco francés Le Coubre, y éste voló en el muelle de La Habana con 700 toneladas de armas y municiones en las bodegas por causa de una explosión provocada. El atentado produjo además 75 muertos y 200 heridos entre los obreros del puerto, pero no fue reivindicado por nadie, y el Gobierno cubano lo atribuyó a la CIA.
Fue en el entierro de las víctimas cuando Fidel Castro proclamó la consigna que había de convertirse en la divisa máxima de la nueva Cuba: Patria o Muerte. Yo la había visto escrita por primera vez en las calles de Santiago, la había visto pintada a brocha gorda sobre los enormes carteles de propaganda de empresas de aviación y pastas dentífricas norteamericanas en la carretera polvorienta del aeropuerto de Camagüey, y la volví a encontrar repetida sin tregua en cartoncitos improvisados en las vitrinas de las tiendas para turistas del aeropuerto de La Habana, en las antesalas y los mostradores, y pintada con albayalde en los espejos de la peluquería y con carmín de labios en los cristales de los taxis. Se había conseguido tal grado de saturación social, que no había ni un lugar ni un instante en que no estuviera escrita aquella consigna de rabia, desde las pailas de los trapiches hasta el calce de los documentos oficiales, y la prensa, la radio y la televisión la repitieron sin piedad durante días enteros y meses interminables, hasta que se incorporó a la propia esencia de la vida cubana.
(Diciembre 1978)