Pese a la insomne vigilancia del autor de La seducción de la hija del portero, cunden en quioscos y librerías de Buenos Aires las más desaforadas publicaciones de carácter obsceno. Etimológicamente, esta palabra quiere decir lo que debe ocultarse a la vista; tal no es, por cierto, la opinión de los descarados que dirigen esos impresos, de cuyo nombre no quiero acordarme. Prodigan las imágenes impúdicas, las palabras procaces y la calumnia. Condescienden, sin mayor esfuerzo, al engaño. Invocan entidades respetables, irrumpen en las casas y publican, entre desnudos de ambos sexos, declaraciones deformadas o fabulosas. La figura retórica que prefieren es la interrogación; lo más prudente es contestar Menos pregunta Dios y perdona o, a la manera del Islam, Alá sabe más. Constituyen una especie menor, pero asaz molesta, del terrorismo. He perdido la cuenta de las veces que he debido sufrirlos. Mi máxima ambición era ser el hombre invisible de H. G. Wells, pero, según es fama, no lo he logrado. Acaban de atribuirme dictámenes que son del todo apócrifos. Yo no sabía que se pregonara el amor por medio de canales de televisión o de letras de molde. Quiero prevenir a la gente contra esos cultores incómodos de la literatura fantástica.
Todo se aplebeya. Las editoriales imprimen y divulgan las malas palabras que Jorge Asís aprendió en el tercer grado. Las universidades prescinden del griego, del latín, del alemán, del francés, del inglés, del italiano y del ruso; para no decir “prescindir de” dicen “optar por”. La buena fe del doctor Rodríguez Bustamante se ha dejado sorprender por este cristalino eufemismo. No sólo aquí. En la última edición de su abultado diccionario, la Real Academia Española hospeda demagógicamente las voces gongo, vikingo, salmo, sicoanálisis, sicología, sicológico, sicólogo, siquiatra, siquiatría y síquico.
Quienes son incapaces de oír un bien concertado párrafo en prosa, en hexámetro, un alejandrino, un endecasílabo o el rudimentario octosílabo del payador, urden simulacros irresponsables que exornan con el nombre de verso libre y que les hacen creer que son Walt Whitman.
Se busca lo vulgar, pero se temen las palabras directas. No se habla de conspirar, se habla de desestabilizar. Los lupanares se apodan casas de masajes; han renunciado al nombre romano que perdura en el verso de Juvenal:
Intravit calidum veteri centone lupanar
y que Francisco de Quevedo tradujo:
Ibase a la caliente mancebía
Con el nombre y el hábito fingido.
Dicen que todo deteriora; convendría un término más fuerte
(Mayo 1985)